EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

viernes, 30 de marzo de 2012

Eugenecia


Ma Guadalupe Montoya Soto


Olimpia es la felicidad de los griegos, expertos en la infelicidad
Roberto Calasso

… preso en redes / de algas en tus cabellos serpentinos
Gilberto Owen

Antonio, como podrás observar a lo largo de estas líneas, retomo esa engañosa costumbre, ese manido pretexto para hablar con una misma. De más está decir que somos bastante parecidos: nuestra relación nos volvió espejos. Recuerdo aquella tarde de noviembre en que me dijiste que estabas pasando por una mala racha, que estabas a punto de volverte loco, no quise preguntar nada por miedo a ofenderte con alguna pregunta indiscreta, con algún comentario estúpido. Tu estado de angustia, me hizo creer que dejaríamos para siempre nuestros juegos amorosos. En aquella ocasión estabas agotado, tus manos templaban. Pensé que soñaste con el Hades. Sí, los amores, mejor dicho, los juegos amorosos nos consumían. En ese momento parecía que estabas en una posición inferior a la mía, posición engañosa, creí. No  pregunté qué te ocurría. Guardé silencio.
Mi relación con el lenguaje y sus silencios ha sido tortuosa y tú mejor que nadie lo sabe, aunque me dices que no es cierto, que es una treta mía para derrotarte a ti y a la familia. Durante mucho tiempo me ha angustiado saber que el lenguaje y su contraparte: el silencio son un campo minado. Es una angustia que borra la sintaxis, que me aísla del mundo. La voz se me quiebra, se vuelve fragmentos de vidrios rotos. Es posible que esa angustia de rechinidos mudos, pero sentidos sea semejante a la que tú viviste. Es posible que la angustia sea una diosa innominada -al menos por nosotros que somos tan ignorantes del mundo-, que suele poseernos en momentos insoportables y que nos ayuda, paradójicamente,  a sobrevivir. Antes, no sé si todavía, en esos momentos de verborrea, de miedo absoluto a la incomunicación, cerraba los ojos abiertos. Borraba al mundo. Era como hablar habitando la nada. Mis padres, mis cuatro abuelos me miraban espantados, ¿qué había pasado?, ¿qué genes se habían mutado en la hija, en la nieta, en la niña Victoria? La pregunta que nunca se atreverían a formular en voz alta era si yo realmente era su hija, su nieta. Sabía que estaba en la otra orilla, hoy lo sigo estando pero hay algo que ha cambiado. Un día sin saber por qué ni cómo me percaté de que no era cuestión de dominio de la palabra, sino de la intención del lenguaje. Descubrí la mezquindad y la benevolencia como hilos de una misma trama que estaba presente en nuestras vidas. Deslindé además la confusión entre emisor y receptor. Me percaté que como emisora fui gradualmente perdiendo fluidez hasta terminar en la afasia casi total; como receptora era, en muchas ocasiones, el pararrayos de las malas intenciones. Patético por el lado que se le quiera ver. Pero los dioses me rescataron con su infinita ambivalencia. Me dieron un puzzle.  Podría adjetivar el sosiego que me produjo tal regalo. Pero es innecesario, ¿verdad? Gané algunos centímetros de tierra firme. Tú no te diste cuenta ni yo tampoco, no, al menos, de manera inmediata. Tú, el querido primo que me ha marcado como a una res para que todos sepan que te pertenezco, no como una igual, sino como una inferior, me dices que no estás bien.  Los milagros tienden a pasar inadvertidos. Por lo demás tú siempre me has visto, has querido verme, dueña del suelo que piso. Tu esclava no debe ser demasiado esclava, no a tus ojos, debía ser  fuerte para que tuviese chiste poseerme y dominarme.
Qué ocurrió para que estuvieras malo de los nervios. ¿Mi embarazo? ¿Tuviste psicosis, paranoia, esquizofrenia, depresión? No quise preguntarte. En realidad no importa, qué sé yo de esos términos. Nada. Absolutamente nada. Qué conceptos tan difíciles para una lega como yo. ¿Además y lo más importante, qué habría agregado a mi conocimiento cualquier de las aparentes precisiones? Para eso están tú y el abuelo, ambos excelentes psiquiatras. No quise abrazarte porque temí que te desbarataras y eso no está bien. Los ídolos como tú deben ser siempre ídolos. Por eso lamí tus pies, me mantuve sentada  en el suelo junto a una cesta de frutas. No tenías fuerzas para ordenarme nada. Actué por costumbre. Actué por intuición o por lo que fuera. Quería que sanaras. Una enferma en la familia es suficiente.
Sí, en aquella ocasión me dijiste que pasabas por días malos, oscuros, pésimos. Luego me contaste con esa forma masculina de contar que, en síntesis, estabas enfermo de los nervios. Habría querido decirte que llevaras un diario, pero sé que a ti eso de la escritura no se te da, no es lo mío, dices. También pensé en mi diario, en las cartas escritas para ti pero nunca enviadas. En esos testimonios escritos, tachonado, alterado por todo tipo de dibujos. Si tú no hubieras dicho: “Mis días son malos, pésimos, oscuros”. Yo te habría contado sobre mi diario. Te habría dicho: “Hasta ahora, sólo me he atrevido a releer frases sueltas, porque siento que me vuelvo loca”. Por aquellos días el pavor me invadió. No es necesario que te explique lo que eso significa. Luego en un acto suicida leí un párrafo completo: línea por línea, sílaba por sílaba. Sonidos que estuvieron guardados por más de diez años y que en esos momentos comenzaron a vibrar a través de mi garganta. De todas maneras sentí que no era grave lo que nos ocurría, puesto que  estábamos juntos, puestos que jugábamos y yo no sabía cuáles eran los límites. Ahora sé que tuve razón, que en realidad nada es demasiado grave. En aquella ocasión estabas agotado, tus manos templaban. Me da gusto que te hayas recuperado. Mira que evado hablar del tema que me trajo hasta aquí. Recuerdo, en cambio, hechos pasados: esa tarde en el que de algún modo nuestra relación dio un giro inesperado.
Te he dicho, Antonio, lo difícil que ha sido para mí tratar con el lenguaje. Me remonto a mi niñez, lo más cercano que tengo para explicarlo. No puedo recordar quién enloquecía más cuando yo hablaba. ¿Mis padres?, ¿mis abuelos? ¿Tú? Así comenzaron tus castigos. Pronunciaba palabras impropias, indiscreciones familiares. Debí apretar los labios, sellarlos para no dejar que se escaparan palabras propensas a resquebrajar el Gran Orden del Mundo. Qué maravilloso creer que tienes el control de tu ser. En aquel tiempo y durante muchos años, creí que eso era posible, lo creí a pesar de que las voces me habían advertido de tal ilusión. Cuando nos vimos aquella tarde de noviembre en tu despacho, yo estaba –al igual que tú- alterada y aterrada. No sólo porque había iniciado la lectura de mi diario infantil y adolescente en el que tú siempre te encontrabas presente, sino porque había descubierto que estaba embarazada de ti, el más brillante y prometedor de los primos. Nos ubicábamos en los extremos y sin embargo, aunque nadie lo sabía, éramos los extremos que se tocan. La familia había sido fundada por extraordinarios patriarcas. Enemigos acérrimos de la vulgaridad, del mal gusto, del alcoholismo, de las taras. Nuestros abuelos defendían la idea de esterilizar a los enfermos mentales, a los indeseables, a todos aquellos que fueran un peligro para el Estado. Nuestros abuelos confluyeron con los ideales de la época: la eugenesia, el advenimiento del Hombre Nuevo. Vicente y Javier, formaron parte de una Sociedad de Estudios de Criminología, Psicopatología e Higiene Mental. Javier era criminalista, Vicente psiquiatra. Su trato cotidiano acercó a las familias, propició los noviazgos. Vicente júnior y Eugenia se hicieron novios. No sé si se casaron por amor, por eugenesia sí. Yo cargo con la V de la Victoria como una desgracia. ¿Te das cuenta, Antonio?, me sé la historia de memoria, de corrido, no trastabillo, la aprendí desde niña como quien aprende el catecismo. Perdona que no te llame por tu nombre, pero prefiero pensar que te llamas Antonio y que no estás obligado a cargar con la V del triunfo.
Miré la foto que tenías en tu despacho, fue cuando los abuelos Vicente y Altagracia cumplieron cincuenta años de casados. Qué bonita foto, ¿verdad? Allí estamos todos, felices. Yo llevaba un vestido verde esmeralda estampado con florecitas de manzano: pétalos blancos veteados de rosa, como gotas de luz que van adquiriendo vida propia, que buscan una tercera dimensión para existir plenamente; las mangas tienen  forma de campana. Era un vestido agogo, lo recuerdo; traigo el cabello suelto, como me gustaba, echado para atrás por medio de una banda ancha y blanca. Estamos toda la familia. Allí estás tú, en el centro, delante de los abuelos; tú, el continuador de la estirpe y defensor de la salud mental. Recuerdo que en aquella ocasión Paulo y Norma hicieron la primera comunión. Mamá lloró. Luego nos abrazamos y nos reímos mucho. Yo dije que mi gatito azul me había pedido un pedazo de pastel, no entendía bien porque me había pedido un pedazo de pastel cuando yo sabía que a los gatos les gusta comer sandías en el crepúsculo. A mi tío Rodrigo, tu distinguido papá, le pareció de un pésimo gusto que yo dijera tantas tonterías juntas. Su mirada de odio me congeló. Tú me llamaste la atención con un gesto y con una amenaza en tu mirada. Ya era hora de tomarse otras fotos. Ahora que la veo de nuevo no se noto que yo haya llorado ni nadie podría adivinar los morenotes en mi piel. Sabías donde lastimarme, sin que se notara.  Era la época en que nuestros juegos amorosos fueron más frecuentes, más desesperados. Creo que hay otra foto donde te abrazo, las mangas amplias del vestido forman una corona de esmeraldas que te circunda. Mangas florecidas. Quién iba a pensar que  tiempo después resultaría embarazada y por lo tanto expulsada del paraíso terrenal. No me extrañó tu indiferencia. Mi tita Altagracia me miró con odio cuando te abracé para la foto. Yo dije algo para calmar su furia y fue peor. Qué dificultad con el lenguaje. Tal vez por eso mi rostro te pertenece. Te pertenezco, las inferencias pueden ser varias.
Dijiste que estabas enfermo de los nervios, que tanto trabajo te estaba agotando, que debías descansar, que viajarías. No mencionaste nada de mi embarazo, aunque tú te enteraste antes que yo de mi estado. Me dijiste que yo no estaba bien de mis facultades mentales y que deberían internarme. Respiraste hondo, yo también y también me distraje mirando las ramas de los árboles. Mis lágrimas adquirían voluntad propia. Fluían tranquilamente. En otras circunstancias me habría defendido, habría dicho palabras que luego me atormentarían por semanas. Guardé silencio. No me enojé contigo, no me molestaron tus palabras que antes me pudieron parecer crueles o mejor dicho, normales. Mientras veía las ramas de los manzanos, mi mente se quedó en blanco. Estaba agotada. Las palabras referentes a la salud mental siempre me agotan. Lloré. Me sentí cansada, como si estuviera en una tierra de nadie, en esa ciudad, en esa calle, en ese despacho que guardaba tantos recuerdos, ese lugar que había sido del abuelo y en donde me dijeron cómo verme, cómo vernos. Eras tan extraordinariamente guapo y perfecto y fuerte que aún antes de que yo naciera ya estaba subyugada por ti.
Como te comenté, por esas fechas había iniciado la lectura de mi diario en donde tú aparecías siempre: mi eterno enamorado, mi eterno dueño y yo la esclava eterna. Me encontraba, por lo tanto, fuera de mí. No podía defenderme de tus insidias, insidias ingenuas y torpes, tuyas y de los demás  parientes. Necesitaban reafirmar sus creencias a costa de otros. Es un comportamiento que se repite muchas veces en las historias, en mi misma. Fue benéfico para mí, no sé si para ti, que yo hubiera ido desarmada y perpleja. Los ídolos no deberían venirse abajo. No me percaté inmediatamente que eso suele ocurrir, requerí de tiempo. Pero bastó un instante guardado en la memoria para que después, mucho después me diera cuenta que había vivido bajo el efecto de un simulacro. Entonces estaba agotada. Tu voz sonaba ajena, era como una llamada de auxilio. Perdona mi crueldad, pero deberías seguir siendo el adalid de la familia.
Como puedes observar este no es el tema que deseo comentarte; se me escapa, se vuelve huidizo, en cambio te comento las circunstancias en que me encontraba aquella  tarde en que ambos nos sentimos perdidos. Abordo esa parte de mi historia, de mi visión actual de aquellos momentos oscuros y luminosos.
Antonio, en aquella ocasión no quise abrazarte porque temí que te desbarataras y eso no estaba bien. Los héroes deben ser siempre héroes. No habría soportado verte caído. No en esos momentos en que yo necesitaba de tu fuerza, necesitaba seguirte admirando. Tú caída podría haber precipitado la mía.  Por eso preferí estar sentada  en el suelo y no en el sofá; tú en cambio, estabas bien ahí. Recargué mi cabeza sobre tus rodillas. Junto a mí había una cesta de frutas. Me gusta marcar las jerarquías con gestos. No tenías fuerzas para ordenarme nada. Actué por costumbre. Actué por intuición o por lo que fuera. En ese momento mordí una pera y el jugo se resbaló por mi antebrazo, una gota cayó finalmente en el dedo pequeño de tu pie izquierdo, lo lamí con parsimonia.  Luego me hinqué frente a ti y te ofrecí la pera para que también la mordieras. Gracias por haber aceptado. Te empujé al ruedo. Unas gotas cayeron en la arena sedienta. Obedecí tus órdenes tal y como debe de ser. Tu voz adquirió la fuerza y la potencia de todos los tiempos. Eras el toro y el matador de toros frente a la muchedumbre y bajo un sol inclemente. Fue como si no habitáramos la tierra. Fue un sueño ondulante e irrepetible donde no cabían nuestras historias individuales.  Donde la voz y los silencios se armonizaban. Fue el fin de nuestros juegos. El abrupto fin. Tiempo después supe que seguías siendo, como todos lo tenían previsto, un triunfador, el gran defensor de la eugenesia, de la salud mental, el gran continuador. Como puedes ver, Antonio querido, se me escapa, se me olvida la verdadera razón por la que quiero comunicarme contigo.

Ojos de cristal


Lisett Tapia Lozano


Que triste el pasar del tiempo
Sobre esta vida de rueda,
Unos llegan, otros se van,
Y la muñeca se queda...

Anónimo


Ya es de día. Puedo ver la luz del sol asomarse por la ventana. Brenda ya se ha levantado y no para de ir de un lado a otro de la cama, buscando algo. Mi cabeza se inclina un poco y puedo ver mi vestido: completamente blanco, esponjado, cubierto de encajes y moños azules, muy parecido al que solía usar mi amiga Elena y sobre todo mi amiga Pilar. Llevo un lazo blanco en mi cabeza. Mi cabello está bastante bien conservado como el primer día gracias a los cuidados de Pilar y los cepillados de Elena. Brenda es una niña muy simpática. Ahora es mi amiga.
Por fin Brenda está lista. Me mira con una sonrisa y me toma entre sus brazos. Bajamos juntas al comedor y dispone una silla para mí.
Veo como Elena sirve el desayuno y se detiene en seco al verme.
-Oye Brenda –dice a mi amiga- ni creas que te vas a llevar esa muñeca a la escuela, la puedes romper...
-¡Ay mamá!- contesta Brenda con angustia- ¡déjame llevármela!
-¡Ya te dije que no! Esa muñeca era de tu abuelita Pilar y debes cuidarla. Súbela y déjala donde estaba.
Brenda murmura unas palabras sobre Pilar, pero no atino a comprender. Quisiera mirarla, pero mi cuello no me lo permite.
Con cuidado, siento como Brenda pasa sus manos sobre mi cintura con delicadeza, por miedo a romperme. Eso ya había pasado una vez, hace mucho tiempo, Elena me dejó caer por las escaleras sin querer. Me rompí un brazo. Me asusté mucho.
-¡Ay niña! ¡Esa muñeca me la regalaron cuando hice mi Primera Comunión... –dijo Pilar a Elena con cierto enojo.
Llegamos a la habitación. Brenda me acomoda de nuevo mirándome tristemente y se va. El silencio reina la pieza durante varias horas hasta que Elena entra para acomodar el desorden dejado por mi amiga.
Lentamente sacude a los demás muñecos de la repisa hasta llegar conmigo. Detiene su tarea un momento para contemplarme igual como lo hace Brenda. Como lo hacía Pilar.
Seguro que recuerda al igual que yo cuando era mi madre y tomábamos juntas el té de la tarde.
-Mariana... –murmura mi nombre en un suspiro.
Si se me concediese el don del habla le preguntaría el por qué de su alejamiento por tanto tiempo.
Sé que Pilar ya no está aquí. La última vez que la vi estaba recostada en su cama, vestida de blanco y con sus manos apoyadas sobre el pecho. Sus ojos me decían adiós...
-No te vayas Elena, quédate otro ratito más conmigo...- pero Elena no sabe leer la mente, se va.
Las horas siguen pasando.
A la hora en que debía volver Brenda de la escuela suena el teléfono. Elena contesta y escucha la voz de Brenda pidiéndole permiso para quedarse a dormir en casa de una amiga. Elena se lo concede, pero le advierte que aunque sea viernes, no duerma tarde.

La oscuridad se apodera de la habitación poco a poco. Por la ventana veo como cada noche la luz de la luna, reflejada por los cristales. Jamás la he visto, pero me han contado que es hermosa, blanca y brillante.
-Luna, ¿quieres ser mi amiga?...
Mi rostro queda un poco iluminado por la blanca luz. Ojalá ella si pueda leer el pensamiento.
Amo a mis amigas Pilar, Elena y Brenda, pero temo a estar sola por siempre... por tener piel de porcelana y ojos de cristal.