EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 21 de diciembre de 2010

El suave olor de la sangre*

Marco Tulio Aguilera

—Señoras, señoritas, señores, caballero conductor —dijo aquel extraño individuo que parecía haber escapado de una grotesca obra de teatro—, sírvome comunicarles que ha regresado la raza azteca, y que por lo tanto, no vengo ni venimos a vender agüitas milagrosas.
         Vestía un taparrabos que ceñía con un cinturón de cuero lleno de herrajes. Portaba una pluma en la frente y tobilleras de conchas. Estaba de pie, al lado del conductor, al que le había puesto  una mano en el hombro. Aspiró aire a fondo y continuó:
         —Como podrán notar si miran con cuidado a lo largo de la extensión de este vehículo automotor, hay la cantidad de trece jóvenes sonrientes y armados con puñales, dagas, macanas, llaves inglesas, picahielos, cuchillos matamarranos, estiletes, y hasta inclusive, martillos de emergencia, de modo que lo más conveniente para la salud y el correcto tejido de la piel es que permanezcan en silencio, inmóviles, tranquilos, como en misa, digo.
         Al mirar con mayor atención vimos que tenía una especie de rústico cuchillo de vidrio en la  mano y que su punta estaba justo bajo la barbilla del conductor.
         —Al señor autotransportista que con tanta gracia maneja la unidad le recomendamos que se desvíe de la ruta que le asignó el destino y busque las  calles menos iluminadas, prefiriendo consecuentemente las sombras naturales de la noche. Insisto, antes de pasar a consideraciones mayores y atendiendo a la seguridad de los pasajeros, que no vayan a gritar o hacer visajes sospechosos, ya que puede  suceder la infortunada casualidad de que se nos arrime una patrulla y quiera invitación a la fiesta.  Anuncio a la comunidad que la presente no es acción terrorista, ni de locos solitarios ni de vinosos o drogadictos, pues como se podrá notar, somos jóvenes de saliva blanca y saludable, un poco huesudos y con verdor anémico, pero en realidad gente honorable, como quedará demostrado en lo sucesivo.
         Vi que nadie se movía. Aquello no sólo era horroroso sino emocionante.  Miré de reojo y me percaté de que el fantoche no estaba mintiendo. Distribuidos en el autobús había más de media docena de individuos extravagantes, que serían risibles si no mostrasen un fanatismo y una determinación indudables,  aparte de armas rústicas escalofriantes.
         —Todo lo anterior encontrará sus  razones y justicias a lo largo del viaje, pues obedece a un planzote diabólico que yo y mis compañeros Tigres y Serpientes hemos elaborado con el puro ingenio y talento mexicanos. Somos, sépase, reclutas de la raza azteca, discípulos del guerrero Tlacaelel y estamos bajo el amparo del terrible Huitzilopotchtli, quien nos ha forjado invencibles, resistentes al dolor, aficionados a la mística de la flor y el canto. Y para demostrarlo, que suenen flautas y tambores, mis Tigres y Serpientes, mientras pasamos a suplicar a los señores pasajeros que aflojen cuanto tengan de valor, colocándolo en las  bolsas, que para el efecto, mis guerreros pondrán al alcance de sus manos. Háganlo voluntariamente y con alegría, que es para una buena causa. Van a decir ustedes que tal vez somos malvadotes, vampiros ávidos de sangre y cosas de esas, porque picamos panzas y abollamos cráneos y amenazamos a los honrados ciudadanos que regresan a sus hogares después de la labor patriótica y sufriente de engrandecer a la nación y a la familia mediante el trabajo honrado; pero mis señores, pregunto, ¿es que no conocen la Biblia?
         Nadie había dicho una palabra. El conductor ejercía su trabajo con la indiferencia de quien está acostumbrado a lo peor. El individuo seguía hablando. Parecía hacerlo con absoluta sinceridad, sin retórica. Sus compañeros lo miraban con humildad militar.
         —Si el señor Dios, primero, el último y el único, dueño de las cosas del cerca y del lejos, les decía a sus profetas: “Maldigo al pueblo de Israel que adoró a los ídolos falsos; yo haré que se coman la carne de sus propios hijos”, ¿qué no diremos o  haremos nosotros, apenas aprendices de reclutas  abandonados de la mano de Dios? Amigos míos, discúlpennos, intención nuestra  no es ofender a nadie, culpa no tenemos pues somos, como Holofernes, el feo general de los filisteos, como Nabucodonosor, el magnífico rey, instrumentos de la ira del Señor. Y sin embargo pensarán: son unos ignorantes, sin padres conocidos, unos hijos de puerca revolcada, unos pobres diablos que no poseen ni la tierra de sus uñas. Negativo, ni lo uno ni lo otro: somos, como quien dice, vengadores con conciencia. Pregunto: ¿Por qué los malvados tienen prosperidad en sus vidas? ¿Por qué el rayo fulmina al justiciero y no al ladrón? Uno aquí chíngale y chíngale y nada. Ellos allá muy despernancados con sus palabrotas y sus cochezotes, todos sonrisas y anteojos oscuros. Digo, es claro que esto es un atraco. Negarlo sería ver clarito en lo oscuro. Pero, momento: este atraco no es de los alevosos, no es un latrocinio seco sin razones y verdades, paso a paso se irán dando cuenta.
         Los acompañantes del líder se paseaban de arriba a abajo, como exhibiéndose. Yo miré a uno directamente a los ojos. Me devolvió la mirara casi con cariño. No parecía mala gente.
         —Tómese nota: los jóvenes que ustedes pueden ver tan bien adornados con sus cortopunzantes, sus plumas y sus conchas rituales no tienen rostros salvajes ni actitudes insolentes, sino que, muy por el contrario, y pese a la poca educación que han tenido por azares y brincos de la vida, se comportan con gentileza y si amagan golpear, lo hacen forzados por el instinto y la disciplina, resultado de terribles privaciones y peligros. Atención allá atrás, mi Tigre, a la señora del simpático bigote, sí, usted,  con seguridad viene del banco y trae billetes uno sobre otro,  bien planchaditos, y cuando llegue a casa va a contarlos a la luz de la veladora que ilumina a la Virgencita de Guadalupe, nuestra madre. Amiga mía, agradezca que le vamos a quitar ese peso de encima, recuerde la historia del camello y el rico, piense que si es oro se rompe, si es jade se estrella, si es plumaje se rasga. Palabras del divino Netzahualcóyotl.
         Al decir esto alzó la voz, como quien anuncia un número de circo.
         —Y para hacer menos doloroso este trance, mientras la nave avanza victoriosa contra las olas de la noche sin detenerse en semáforos, haremos unas preguntas, digo, para entrar en confianza. Veamos, usted, señor, el que tiene buena y bien plantada barba, comuníquenos su profesión. ¿Periodista, dijo? ¿Lo oyeron, mis reclutas? Aquí tenemos a un cortés informador que mañana nos va a exaltar con el pincel de su pluma. Ojalá nos saque también unas fotos en posición de asalto y con los rostros cubiertos y las fieras pelambres volando al viento. Prometemos que podrá conservar el rollo, y a cambio sólo le pedimos que escriba hermosamente sobre la raza, no vaya a decir que somos maleantes del orden común ni vinosos o drogadictos, y por favor no se fije en los fantasmas molares de Cacamatzin; el pobre no ha conocido dentista o matasanos en todos los años de su vida, que son catorce bien cumplidos, y que pasó en una ciudad perdida a seis horas del Centro, donde no hay más agua que la caída del cielo, ni más alimento que el hallado entre montañas inmensas de basura. Y mucho menos, señor periodista, se le ocurra inventar gestos criminales y crueldades dignas de bestias, y si por casualidad se atreve a revelar lo que va a suceder, no lo haga sin antes dar razones. Fíjese, digo, y tome nota que somos una banda bien organizada, un semillero de las futuras hordas aztecas que bajarán a la ciudad como la niebla. Escriba ahí que tenemos un plan de ataque y que no abordamos el barco todos en manada, como los piratas de la Malasia, sino uno en cada parada y solamente cuando tomamos posiciones, fue que este humilde hablante comenzó a desgranar su discurso mientras se preparaba lo que ha de venir.
         Así había sido. Nadie notó nada extraño hasta que el hombre subió al autobús y comenzó a hablar.
         —Somos nahuatlacas a mucha honra, y venimos como quien dice a quitarle un grano de arena al desierto de la injusticia y a refrescar los aromas de un pasado glorioso, hoy sepulto bajo los cimientos de rascacielos tan altos como la Torre de Babel y bajo las líneas del Metro que se abren camino hollando los antiguos palacios de nuestros antepasados. Conscientes somos de que en este territorio los de arriba engordan sobre los cadáveres de los de abajo, y cuanto más se roba, más blanquita se pone la piel, y todo sucede en una rueda interminable, sin descanso y sin piedad, digo.  Usted, joven, ¿por qué tan serio? Miro en su rostro y en su cuerpo la preparación del salto del felino. Atención, mi buen Yoyotzin, arrímale el fierro a la vena asiática a ver si se le despierta la sonrisa y queda calmo, no vaya a hacer el viaje sin regreso al sitio de los descarnados. Recuerde, caballero, que “más vale perro vivo que león muerto”. A mis alegres Tigres y Serpientes les pido que se apresuren a buscar entre los más robustos pasajeros a uno de buena cara, lindo cuerpo, sin cicatrices, chichones o piquetes, blanquito como debe ser el enemigo, su cabeza bien formada, de acuerdo a la ley, para agasajarlo como se merece, ponerle su guirnalda de flores y darle a beber el agua del olvido, mientras yo sigo mi discurso sobre la múltiple conjugación del verbo vengar. Digo, aquí, según dicen, estamos en una democracia y es necesario extender sus derechos a todas las clases sociales. Los primeros libros son sabios porque, aunque fueron escritos con manos de hombres, sobre ellos cayó la luz divina. Los primeros libros anunciaron el porvenir: “En esta tierra nadie dice la verdad”, palabra de los sabios aztecas, y la verdad es que vivimos en una guerra perpetua, una guerra sin héroes auténticos, una guerra deshonrosa, en la que los antiguos valientes han bajado las cabezas.  Nosotros, los jóvenes Tigres y Serpientes, hemos reconocido esa verdad y decidimos abandonar las vecindades miserables, el serrucho, los ladrillos, las taquerías a medio arroyo, las esperas inútiles, las miradas gachas. Sí, señoras y señores, tenemos la verdad y vamos a proclamarla y a ponerla en práctica. Regresa el reinado del Antiguo Testamento; aborrecemos de los lloriqueos del Nuevo, no creemos ni en Cristo ni en la humildad.  Retorna con nosotros el imperio de la guerra florida, el suave olor de la sangre.  Por un ojo cobramos dos ojos, por un diente, dos dientes.  Lo dijo el Señor: “Va a llegar una desdicha tras otra. El fin ya se acerca, ya llega el fin. Míralo, ya viene allí. Se te llegó el turno a ti, morador de la tierra”.
         Su voz se había levantado casi hasta el grito. Inmediatamente bajó casi hasta el susurro.
         —Señora, déle el pecho al niño, no tenga pena, alimente al joven guerrero. La raza azteca respeta a las madres que son la tierra madura donde nacerá la generación que verá la nueva Tlalocan. El pasajero de allá, sí, usted: meta el brazo, no vaya a ser que quede sin el gusto de saludar con sus cinco dedos.
         Uno de aquellos personajes se había acercado a un pasajero. Estaba sonriente. De una bolsa sacó lo que parecía un disfraz y una botella.
         —Al prisionero elegido le damos una cordial felicitación y le pedimos que beba sin disgusto el licor que el joven guerrero le ofrece, beba, beba a su antojo, y si quiere fumar, hágalo y deje que su encargado, su servidor, de nombre Temotzin, le adorne la cabellera y el cuerpo con flores y plumas. Que suene la música de flautas y tambores para celebrar la elección, mientras yo continúo explicando a mis amigos que hubo un tiempo mejor en el que nuestros padres andaban desnudos y dichosos por una tierra que en lugar  de penas daba frutos,  por un paraíso en el que el agua era ambrosía, licor de dioses, por sendas de mil verdes que iluminaban la pupila, por un campo en flor, en el que los antiguos se despertaban con el estrépito de las aves preciosas, las rojas guacamayas, el ave quetzal, el pájaro de fuego,  la garza azul, el pájaro cascabel, el pájaro dardo, el pájaro macana, un mundo en el que había sólo aquello que era esencial, sólo lo hermoso, lo indispensable, y en el que no se comerciaba ni con sueños ni con basura, sino con los productos de la tierra, esmeraldas rojas, escudos de turquesas, caracol rojo y conchas de colores, pieles de tigres,  cintas para la frente, orejeras de oro y cristal de roca, rasuradoras de obsidiana.
         El hombre parecía poseído. Sus palabras habrían sido maravillosas si no estuvieran anunciando lo que todos sospechábamos.
         —Y miren ustedes, dolientes habitantes de la ciudad, a qué punto hemos llegado: el verdor ha sido cubierto con pavimento, el aire antes transparente que hacía de la vida una eterna embriaguez, ahora está lleno de gases y transforma la existencia en una náusea constante, los ríos ya no transportan el licor sagrado, sino física mierda excrementicia. Tome nota, señor periodista, digo, que no se le escape una palabra, que la voz de los Tigres y Serpientes llegue tonante a la nación mexicana y al mundo.
         Súbitamente apuntó con un dedo hacia la parte trasera del autobús.
         —A Bacuc, cerca de la puerta de salida, le pido que no se me duerma y que mantenga el matamarranos a la vista del público para  que no haya equivocados o difuntos, que pueden ser la misma cosa. A Coyote Dos le pido que no se engolosine con la señorita ni le ande hurgando el escote con los ojos, pues no hay tiempo para incontinencias. Recuerde mi Tigre lo que pasó en el anterior abordaje,  todo por no guardar los principios y la disciplina. A Cantor le recomiendo, por el contrario,  que no se ande con decencias, pues si el caballero no quiere cooperar, es muy su problema. Atízale un suavezón tubazo en la base craneana cuidando de no darle en el occipucio, como se te ha enseñado, no vaya a suceder que el amigo se nos escape hacia el valle de los sin regreso.
         Escuchamos un sonido seco, acompañado por un grito y luego gemidos. Yo preferí no mirar. Imaginé un cráneo hundido, vertiendo juguito como una sandía.
         —¡Sopas, compadre!  Que sirva esto de experiencia para que sepan que el asunto va en serio, y que no estamos en un circo sino en una guerra. Así está bien, mi don, quítese el saco y déselo a mi Coyotito que pasa mucho frío en estas noches de diciembre, y no me  venga a decir que lo perjudicamos, pues con seguridad en el armario de su casa tiene seis o siete como el presente, además, digo, fíjese cómo le cae de bien ese color melón tierno a mi Coyote. Y usted, el elegido, siga bebiendo, comparta con nosotros y no se apure por tanta amistad de la raza azteca. Sí, muy bien. El señor conductor nos ha pasado la solicitud de que le ofrezcamos alguito de licor, que pues no conoce estas calles sin rumbo y teme caer a un abismo del drenaje profundo y necesita ánimo para seguir adelante sin luces; dice que tener la punta de un destripacristianos en el cuello y andar por semejantes desoladeros ya le tiene la garganta como el desierto del Sahara en la Arabia Inaudita. Faltaría más, cómo no, mi querido piloto, con todo el gusto del mundo le ofrecemos el agua de la vida, sabroso pulque añejado por la sabia Xochi, noventa y nueve años de paciencia al servicio de la fórmula secreta, todo,  para que conduzca con alegría y nos lleve a buen puerto.
         El conductor se echó un trago largo. Un estremecimiento recorrió su cuerpo.  No se veía asustado. Incluso llegó a solicitar permiso para prender la radio.
         —Digo, que suene la verdadera música, no se pongan nerviosos los pasajeros de esta nave, señorita, no llore, no le va a pasar nada, ya le advertí al Coyote que no se haga la ilusión de manosearle, ni siquiera con los ojos, el virginal seno. Suelten sus anillos, relojes, pulseras, aretes, collares, billeteras… lo sentimos mucho, no aceptamos tarjetas de crédito, y piensen que lo aquí perdido, lo están ganando en otra tierra menos triste, la del Tlalocan. Recuerden que toda tristeza es vanidad. Dice el poeta: “De aquí nos vamos, tenemos que dejar los cantos, tenemos que dejar las flores.” Y nosotros, díganme, ¿qué estamos dejando? Pues basura, basura, basura: el Distrito Federal produce en una semana más desperdicios que mil años de babilonios, amorreos, hebefeos, asirios o árabes. Por eso, y para redimir la tierra y la raza, es que el combate debe comenzar, la verdadera guerra que iniciamos los de la Colonia Renovada Emiliano Zapata, donde hay menos agua  que en el mentado desierto del Sara, y más basura que en el último estercolero del Juicio Final. Días tenebrosos vendrán. El que está en la ciudad buscará el campo y en el campo sólo hallará la peste. Regresará a la ciudad y sólo encontrará infortunios y calles deshabitadas. Los billetes inútiles serán azotados por remolinos de vientos negros como la bilis y nadie correrá tras ellos porque una tonelada de billetes no alcanzará para comprar un kilo de carne, y además, porque ya no habrá qué comprar, y acaso ni siquiera quien venda o quien compre. De los supermercados quedarán apenas los despojos, y toda hierba será masticada tres veces. Buitres, ratas y la variedad completa de las alimañas tenebrosas y las bestias recorrerán libremente las calles, y de todas las fieras será el hombre la más voraz y terrible. Los poderosos serán humillados y desearán cambiar sus lujos por el abrigo de perros sarnosos y el calor de vacas con muermo bajo los puentes. Toda belleza será abominable y las mujeres afearán sus rostros y ocultarán sus cuerpos bajo andrajos para no suscitar deseos pecaminosos. Todo verdor se amustiará.
         Nunca, nunca había yo escuchado a una persona tan convincente. Ese hombre parecía tener el don de trastocar la realidad con sus palabras, era como un ilusionista. Un pase de sus manos lograba cambiarnos el paisaje.
         —Usted, el de las sudadera azul, agárrese del tubo con las dos manos, de pie en el centro del pasillo y con las piernas abiertas y permanezca así hasta que terminemos nuestro mensaje y nuestro rito. Ya el elegido tiene los ojos alegres, de modo que es llegada la hora de que le pongan el chaquetín. Si le parece saco de harina Tres Estrellas, no se preocupe, imagine que está bordado con hilos de  oro y que de sus holanes cuelgan mil campanillas  de plata.
         Me atreví a mirar hacia atrás. Un hombre le había pasado una soga en torno al cuerpo del que llamaba “el elegido”, inmovilizándole los brazos a los costados.
         —Aprieta bien, cuidando, eso sí,  que no se le vean afectadas las funciones circuladora y respiratoria. El señor de la corbata: abra su maletín y vacíelo sobre el asiento, no se preocupe por los documentos, podrá conservarlos al igual que el maletín: solamente le encargo la gorrita a cuadritos que va a adornar muy bien la pelambre de este servidor. Tú, Temo, apártate de la tentación, recuerda las enseñanzas y la mística de los caballeros Águilas y Serpientes: manos fuera, que la señorita ya dio lo que tenía que dar. Esto dice el Señor Dios tocante a los moradores de la ciudad: “Comerán su pan llenos de ansiedad, beberán su agua con susto, temerán que su tierra quede desolada de lo que contiene, todo, por la violencia de los que habitan en ella”.
         Vi que a un hombre de camisa con paisaje marítimo, un joven con cara de rata le picaba las costillas.
         —Que levante las manos, pues se le notan inquietas, muy bien, eche para arriba las manos y no se moleste si hoy se le olvidó restregarse el desodorante, peores pestes hay en este mundo y olores tan asquerosos, que los que viven en el centro de la ciudad no alcanzan a imaginarse. Tú, revísalo bien, que tiene cara de guardar los billetes en las partes íntimas, fíjate en los calcetines, se conoce a ese tipo de avaros por la temblorina que les entra cada vez que tienen que meterse la mano en el bolsillo.
         Una mujer comenzó a llorar.
         —No sufra, señora, no llore, guarde sus aguas para tiempos más negros. ¿Dice que le hemos quitado el dinero con el que daría de comer a sus hijos? Matzin, devuélvele seis mil pesos para que vea que somos humanitarios; con eso podrá darles frijoles a sus muchachos durante un mes, y si se quedan con hambre, muy bien, para que vayan educando el callo de la barriga. Se acercan los tiempos de las vacas flacas, y a mayor gordura y opulencia, mayor sufrimiento: pronto vendrá el paraíso de los flacos, la tierra prometida de los miserables. ¡Música, mis Tigres y Serpientes!
         Sonaron panderetas, un flautín, conchas y un tambor. Aquello no era ruido solamente, sino una pieza bien ensayada. Gente profesional, de eso no hay duda.
         —En aquel tiempo descendieron del norte las hordas de los aztecas, un pueblo perseguido por todos, un pueblo sin rostro y al que los habitantes del Valle de México preguntaban: “¿quiénes sois vosotros?, ¿de dónde venís?”. Era un pueblo guerrero, gente desnuda de ropa pero vestida con pieles de animales, feroces en el aspecto y grandes batalladores que se alimentaban de la caza y habitaban en los lugares cavernosos. Quisieron vivir en paz con los felices poseedores del Valle de Anáhuac, pero el rey Cocoxtli les asignó un erial de piedras y serpientes con la intención de que allí murieran de hambre y por las picaduras de las víboras. Más, oh ironía, los aztecas mucho se alegraron cuando vieron las culebras: a todas las asaron y se las comieron. Los aztecas, nuestros padres, como los hebreos, triunfaron sobre las malas artes del faraón y levantaron su ciudad, tan espléndida como Jerusalén.
         Adivinamos que atrás estaban forcejeando. Nadie se atrevió a voltear.
         —No se fijen, señoras y señores, en lo que pasa. Quiero evitarles malas impresiones. Me permitiré contarles que hemos puesto una cobija sobre el asiento del fondo para crear el ambiente necesario y estamos quemando un poco de sándalo, a falta de copal, que por las prisas del operativo no pudimos conseguir, digo, y esto para lograr el objetivo de convocar a los espíritus de nuestros mayores. Digo: al señor conductor le solicitamos que aminore la velocidad  para facilitar la operación. Al periodista le damos licencia para que observe con sus propios ojos y si quiere tome unas cuantas fotos que harán atractivo su reportaje.
         Una mujer, sin alterarse, pidió que le dejaran conservar su anillo.
         –No, señorita, aquí no valen argumentos sentimentales: si es argolla de compromiso, déle gracias a Dios que usted la cede para una buena causa, agradezca que le quitamos el metal precioso y la piedra brillante que mañana serán lastre en las aguas de la desesperación. Del naufragio final sólo se salvarán los que vayan desnudos y humildes.  Y ahora, antes de despedirnos, debo dar una mala noticia al señor que ya está con la luz dentro del cuerpo, con flores en el cabello y aromas en la piel, su chaquetín de lujo y su corona de amargo cempasúchil. Buena o mala noticia, según se la mire y considere: su persona, por razón de las bellas orejas y de la aún más hermosa apostura y la piel blanquita, ha sido escogida para dejarnos en recuerdo un trofeo que guardaremos con cariño y veneración. Le pedimos al público un instante de recogimiento y al elegido le solicitamos que permanezca absolutamente inmóvil,  so pena de que se le escape el fierro de carnicero a mi amigo Tigre y se le inmiscuya en la digna panza; que permanezca inmóvil, digo,  mientras Baltasar le agarra con un par de dedos metálicos la parte superior del órgano auditivo y con un bisturí se lo desprende de un solo tajo indoloro y sorpresivo, y esto, amigos,  con dos altas finalidades:  primera, que haya efusión de agua florida, tan propicia para la restauración del Sexto Sol, que es cuando la raza azteca saldrá de las profundas cavernas a recuperar lo perdido, y segunda, que se guarde su caracol de carne o pabellón auditivo pegado con un clavo en la pared-archivo del club y asociación nuestra como testimonio de una nueva y significante acción intrépida  de los Tigres y Serpientes.
         El autobús estaba casi inmóvil. Transitábamos por una zona oscura con las luces apagadas. Parecía que estábamos entrando en un enorme lote baldío. Las luces de la ciudad se veían como manchones entre lo que parecía ser un macizo de árboles.
         —Se ruega por favor al público que no se deje arrastrar por la curiosidad morbosa, y que si en algo quiere cooperar, evite escenas lastimosas de gritos desgarradores, desmayos y aguas mayores. Cierre los ojos, amigo, así, no tiemble, y adelante, mi buen hijo de Huitzilopotchtli. ¡Son tus flores, oh dios del sol, flores rojas, blancas y verdes, flores bien olientes que se entretejen perfumadas, ¡jey, jey, jey, aleluya!
         El “aleluya” se confundió con un alarido espantoso. Luego hubo un silencio total. El hombre volvió a hablar de forma sosegada.
         —Sépase que no hacemos esto por crueldad sino a manera de perpetuación de las costumbres de los aztecas que extraían corazones para que la maquinaria del universo siguiera funcionando, y que si nosotros no repetimos el acto en su totalidad es por falta de recursos y de tiempo. Así como los hebreos rescataban de los cadáveres como trofeos mil prepucios de filisteos y de la misma forma en que al abrir la puerta de su casa Eloibeth halló quinientas cabezas de sus enemigos, y todo ello fue del agrado del Dios de los Ejércitos, nosotros también queremos levantar esta oreja como sacrificio y holocausto para renovar el suave olor de la sangre, agradable a los ojos del señor. ¡Miren, miren!
         Algunas personas se voltearon descaradamente a mirar. Una anciana se desmayó. Estuvo a punto de desplomarse en el corredor. Uno de los asaltantes la tomó con delicadeza y apoyó su cuerpo en el del pasajero vecino.
         —Además sirve este acto mínimo e indoloro, si se lo compara con el exterminio de pueblos enteros, como anuncio de otras ofrendas mayúsculas que acontecerán cuando se  revienten los hilos de araña que columpian a esta nueva Babilonia, el día en que los caballos correrán desbocados y los jinetes se llenarán de pánico. El que sea prudente, que entienda estas cosas, el que sea cuerdo, conózcalas. Detenga la nave, señor conductor.
         Era inútil pedir que se detuviera. Desde hacía algunos minutos estaba inmóvil.
—Y diciendo estas palabras desaparecen los espantos—. Los invasores comenzaron a bajar—. Aquí nos quedamos, señores, señorita, caballeros, tras cumplir con el sagrado deber de nuestro ministerio. Nos despedimos de mano y de corazón. Recuerden: somos el anuncio de lo que ha de venir.
         El camino de regreso a la ciudad fue tan extraño como el asalto. El conductor estaba totalmente borracho y cantaba rancheras. Estuvimos a punto de desbarrancarnos varias veces. El herido seguía atado. Una mujer le había tomado la cabeza, la refugiaba contra su pecho y con un pañuelo trataba de contener la hemorragia. Llegamos a un hospital, abandonamos al herido al frente. A nadie se le ocurrió desamarrarlo. Allá quedó, gritando como un cochino con el cuchillo en la yugular. El conductor volvió a su ruta y nos fue abandonando en nuestros destinos. Eso fue todo. Supongo que nadie puso la denuncia. Nos fue bien. Por otros rumbos de esta ciudad no cortan la oreja, y hacen desaparecer los testigos. Además, como decía un compañero de viaje: ¿Para qué discutir, si tienen la razón?




















* Cuento incluido en El imperio de las mujeres (Cuentos en lugar de hacer el amor), recientemente publicado por la Editorial Educación y Cultura.

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