EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 10 de abril de 2012

Tejedor de cantos


Judith Castañeda
[México, DF, 1975. Escribe desde Puebla]



-Nadie lo vio, señor, -dice- sólo sus ojos, sólo su corazón.
Él se quedó de pie ante el monarca, alzado entre piedras tan muertas y rotas, como lo estarían ellos muy pronto, en tiempos distintos. Así, por poco grita, y su espalda es un tablón. Así, repite, como sosteniendo los trece cielos. Miró sin decir palabra ni ofrecer la mano. A distancia: las ceremonias al emperador debían calcarse a lo largo de su vida completa, y más allá de su muerte.
-Sostengo la pluma, pretendo sumergirla en el frasco de tinta -el viejo sonríe-.
-Escríbalo, señor, son historias buenas de saber para quienes no los conocieron, igual que yo.
El monarca vivía rodeado por malos augurios que espantaba como a insectos, así lo dijo mi padre, hacedor de cantos; malos augurios que alargaron patas y alas, al fin crecidos hasta cubrir su sombra y tocar su cuerpo, hasta hacerlo un enano en la azotea del palacio, y luego una piedra entre las piedras.
Le lanzaron flechas y dardos, palabras con el filo de una obsidiana sin usar. Había olvidado algo, algún alimento ofrecido al Dueño del Cerca y del Junto, no había sido suficiente. Por eso lo castigaba con sus hombres vueltos de espalda y las manos de los extranjeros, ignorantes de las ceremonias, delante del emperador.
Y levanta el brazo, y señala. Para usted, aquí, esos días son los restos de un lienzo que sigue desgarrándose; para mí, su brillo de jade está intacto, como el de una piedra preciosa recién pulida. Toco su aire, me hablan sus cielos; por eso sigo escuchando la confesión del emperador esa noche, la última, depositada al centro de El Espejo Humeante. A través de su hacedor de cantos.
No oigo más. Lo veo con otros ojos. Es el hijo de un comerciante, o de un esclavo del palacio, o de un guerrero. Un ala negra cubre su cráneo. Y es joven de nuevo, por gracia de Dios, y se alza, y extiende los brazos. Y su relato se posa en lugares que todavía existen, en sus antiguos nombres, impronunciables, imposibles para escribir.
Miro la tinta, gotea sobre el silencio del papel, se extiende en más de una mancha. De una forma circular, casi perfecta, nacen árboles de espejos; y yo, que intento borrarlos, pasando los dedos por encima, sólo puedo hundirme en ese bosque, en la confesión del emperador Montecuzoma. El indio sigue hablando, toma prestadas las palabras del viejo señor:
“Aún vivo, Señor, todavía me prestas aliento, latidos. Este es tu mandato, llevarme a la región de la oscuridad, llevarnos a todos, porque ninguno es flor eterna. Me inclino sin atreverme a mirar los cielos. Te presento mis actos. Ningún sacerdote me oye, pero estás tú. Eres el viento y este árbol de espejos y la noche. Llega hasta ti mi pesar. Porque por mí se asentaron los hombres pálidos, esos extranjeros que han de hundir la mano en nuestro pecho. Les abrí, les mostré el camino. Yo. Y ahora muchos están preparándose para entregarte sus palabras, para limpiarse antes de partir hacia La Mano Izquierda del Mundo. Óyelos como a mí, recoge sus dichos. Haz florecer tu árbol también para ellos”. Y yo regreso a la mancha negra.
-Es una confesión, Señor, -me digo- nos esperaban en estas tierras, esperaban la Verdadera Palabra, la Cruz, la entrada al reino de Dios por el bautismo, eran ignorantes de tu grandeza. Deberían agradecer nuestra llegada. Entonces, ¿por qué ese atesoramiento de la vida vieja? ¿Por qué hablar con la espalda derecha y los ojos altos, orgulloso de ese desconocimiento, de esa oscuridad?
Delante de Montecuzoma se abre una planicie negra. El derrotado tantea con un pie, quiere tocar el aire. Pero nada encuentra. Ni arriba ni agua ni tierra para pisar.
-Podría haberse sangrado el miembro, -dice el hijo del hacedor de cantos con aflicción- podría haber elevado sus latidos restantes hasta la altura de aquel por quien se vive, honrarlo con ofrendas del excremento dorado. Y ni así lo habría llevado al río, al lomo del perrillo pardo, a los páramos de obsidiana. Porque no alcanzó a limpiarse antes de agarrar camino. Porque sus decires se quebraron; así de grande fue la falta como para desbordar entradas, empujar muros y tirar techos. ¿Quién lo iba a saber, quién podía adivinar lo que venía después de abrir un solo camino? Nadie, sólo el Dador de la Vida. Y nos advirtió, lo hizo; si nos puso en la tierra y levantó el cielo para cubrirnos y nos dio el maíz y el fuego y el sol, ¿por qué no confundir sus voces con el viento, con la noche? Fuimos nosotros, que no supimos recoger sus palabras.
De nuevo el bosque, enredadera de huesos. La pesadilla de este indio apenas roza mi cuello con los belfos, pero siento sus colmillos, su aliento verdoso, sus escamas. Es un castigo a mi pecado: prestar oído a tamañas herejías, obras de los diablos de piedra que adoraban (¿adoraban?) estos naturales. Y pretender escribirlas, además.
El viejo detiene su palabrería, en la que ahora ondean almas como estandartes y se debe caminar sobre piedras obsidiana luego de nadar a lomo de perro. Mira la pluma sin movimiento, el papel manchado de tinta. Tiene un reproche en los ojos.
-Se me ordenó venir, -dice sin despegar los labios- porque se escribirían pliegos sobre la vida antigua. ¿Se secó la tinta del frasco? –Pregunta-.
No le contesto y vuelvo a sumergir la punta en el líquido negro. El papel desnudo no representa ninguna barrera, debí saberlo: al igual que los actos del emperador muerto, las palabras de este nuevo hacedor de cantos derrumbarán el muro, anegando las celdas, el templo y los senderos hacia la ciudad.
Le digo que sí, que también se terminó la tinta, si puede repetir cómo nació El Árbol de Espejos, mientras busco un segundo frasco en el cajón.
Él recita el nombre de Montecuzoma y yo escribo. Palabras, sí, con tantos giros y vueltas y líneas como adornos en flor tienen las cruces de los atrios y los altares. El indio recorre los trazos apenas, con parpadeos, un leve movimiento de manos. Una escultura que habla. No conoce un solo signo del castellano, sonrío, levantaré mi barrera para cercar su idolatría. Será tan alta como las torres del templo, tendrá a los apóstoles en el campanario y al frente la espada de fuego con la que el arcángel defiende la entrada al Paraíso.
La pesadilla retira el hocico de a poco, vuelve a su rincón, a olisquear la sombra del viejo, y yo aprovecho para escribir el santo nombre de Jesús, Dios vivo, para pedirle que desde su misericordia sin fin dé luz a estos hijos suyos, que aleje de sus almas las tinieblas en que estaban hundidos:
“Como antes el Padre lo hiciera con su creación suprema, así el Hijo ha venido para prestar su aliento a los naturales de estas tierras nuevas. Llegó a despeñar los demonios de piedra, a apagar las hogueras, a arrebatar la obsidiana a los hombres, alejándola al mismo tiempo de su pecho. Gracias al Altísimo.
Y yo ruego para que con prontitud, ese dulce aliento divino, cobije los corazones ensombrecidos de pecado, para que retire de ellos hasta la última gota de bruma, haciéndolos entrar en su reino, el cual merecen por nacimiento, aún sin saberlo, por la misericordia del Creador”.
Volteo. El viejo no termina de mirar los giros de la pluma, pierde más de uno, confunde el sentido. Aunque ninguno coincida con lo que dice no me preocupa: él ignora los signos a los que se traduce el castellano.
Y si pregunta le diré que dentro de una de sus palabras hay dos, y a veces, hasta tres de las nuestras. Y será cierto. Y el hacedor de cantos no adivinará que el pliego es cimiento, no de su voz, sino de la barrera que yo estoy tejiendo para poner a buen resguardo sus dichos de idólatra.
Dejo la pluma de lado, me encuentro con dos piedras obsidiana sobre los pómulos del indio. Idéntica mirada, idénticos labios sin despegar: más parece un ídolo de sus tiempos de juventud. Sonrío hacia adentro. Se trata de un enemigo poderoso, El Maligno, enseñoreado aquí por tanto tiempo, engañando, tornando vil la creación divina, gobernando a esta desventurada gente… Significará penalidades el querer librar mi barrera. Y no es por soberbia por lo que digo esto: Dios guarde mi conciencia de tan grande falta, sino porque detrás de mí se yergue el Altísimo, porque Él me bendice a cada instante con su sombra, porque me ha llamado el nuevo hacedor de cantos. No camino solo. Y si el viejo se atreve a dudar, le diré que cumplí lo convenido, que escribí.

Dos poemas


Luz Prieto
[México, DF, 1991. Escribe desde Aguascalientes]


SILENCIO
Bebes agua. Me miras.
Eres cuervo. No haces ruido.
Te acercas.

Tienes sed:
no dejas que yo beba.
Me miras con tu mirada gélida,
de carne – uñas, 
de abre – heridas.
Cojo mi libro.
Intento ignorarte.

Abres tu pico y creas ráfaga,
que mueve las páginas,
adelante – atrás,
atrás – adelante.
Quieres que no lea para mirarte,
que escriba versos sobre tu pico,
para levantar palacios en él.
Quieres ser dios,
que te contemplen.
Antropomorfizarte.
Entiéndelo: no podrás aunque me beses.

Cojo otra vez el libro y leo en voz alta,
mi voz ahuyenta el viento.
Me miras mientras bebes agua.
Tengo sed. Leo sedienta.
Tú, eres el agua que bebes.
Yo, sólo soy brisa.

Mis labios secos,
tu pico come–carne,
te acercas,
leo       leo       leo
Picoteas mi libro,
leo en voz alta.
Mi voz se quiebra: graznas.


Nublas el cielo,
si pudiera beber no sería aquí.
Tu ráfaga cierra mis ojos,
bramas y no leo.
Mi voz quebrada se va con el viento.
Te miro como querías,
con ojos que combaten tus ojos

Te alegras de que no lea: granzas.

Ensordezco
Mi libro picoteado
ahora es un libro deshecho, que aviento.
Aprieto mis puños y creo saliva:
mi voz es un grito.
Sale luz de mi boca,
graznas;
ilumino el cielo,
graznas;
sale más luz de mi boca,
graznas y aleteas.
Extiendo mis brazos
y la luz llega a tus plumas.
Te quemo.
Me miras con ojos que ya no combaten:
te ciegas.
Dejas de graznar,
callo.
Aleteas   y      vuelas.


ESTRATEGIAS

No te mueras, Cuerpo mío.
Púdrete,
hasta que dejemos en el aire
un olor a putrefacción insoportable
que hieda todo el espacio.

Pudrámonos,
hasta que provoquemos el silencio
y todos quieran huir,
como yo también lo quise antes.

Púdrete, Cuerpo,
que no eres otra cosa más que un cuerpo,
al que se le nombre así,
desde antes que fueras mío,
desde no sé cuánto tiempo atrás.

Púdrete. Pon el ejemplo.
Del más vil odio que te tengo,
prefiero verte podrir
que torturarte.