EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 10 de abril de 2012

Nunca



Gerardo Mauricio Gómez Torres
[México, DF. 1989.
Escribe desde Aguascalientes]


Nunca había soportado que cuestionaran mi manera de beber y la manera en que lo hacía Susana me ponía los nervios de punta. Sus reclamos no eran más que balbuceos para mí, no lograba concentrarme en sus palabras, lo único en lo que podía pensar era en las punzadas que provocaba su voz tan chillona en mi cabeza después de una larga noche de copas. El incesante golpeteo terminó por fastidiarme, mi cuerpo reaccionó en automático, abrí la puerta del vocho y me bajé dejándola con el reproche en la boca.
Entré a la pizzeria sin despedirme y pude escuchar la tos del viejo volkswagen mientras se alejaba por Av. Convención. Registré mi hora de entrada en el sistema y no reparé en el gerente cuestionando mis quince minutos tarde, fui directo a la trastienda a dejar mi mochila y ponerme el uniforme; mis movimientos eran lentos y desganados, después de fajarme la playera me quedé absorto un momento, respirando con dificultad por una presión que sentía en el pecho, cerré los ojos y mi cuerpo estaba más pesado de lo normal, era como si mi cabeza estuviera a punto de estallar, tal vez era por la trasnochada, tal vez el cigarro, tal vez el alcohol o tal vez era un presentimiento. Tragué saliva, puse una mano sobre mi pecho y con la otra me acomode la gorra, trate de relajarme y me dispuse a trabajar.
Era sábado a las dos y media de la tarde, el momento de mayor actividad, la pizzeria estaba en un estado de frenesí, los teléfonos sonaban sin parar, las manos acomodaban apresuradamente los ingredientes sobre las masas cubiertas de salsa y queso; el horno escupía una pizza tras otra y una serie de complementos erráticos: gajos de papa, pan de canela, alitas de pollo, nuggets; el aire cargado de tantos olores a comida y especias me causaba nauseas. Los repartidores entraban y salían de la tienda dejando  bolsas térmicas vacías y llevándose otras con los pedidos recién hechos. El gerente parecía un autómata: cortando y empacando, cortando y empacando; con un ritmo que siempre me pareció hipnótico. El grito “Omar sales a reparto” me saco del estado de sopor. Tomé una bolsa térmica y coloque en ella tres cajas de pizza y una de pan de canela, las respectivas salsas y servilletas, la comanda con el domicilio, mi casco y salí  del restaurante.
            Subí a la moto asignada a mi por el jefe de reparto un año atrás, la encendí, me pegué la comanda en la pierna y la leí: “Puerta de los franceses #572 Coto de San Nicolás”. Lancé un suspiro porque tenía que ir a lo más lejano del territorio, me calcé el casco y salí disparado, volando sobre López Mateos maniobrando entre los autos para evitar el semáforo del cbtis 39, dí la vuelta frente al salón del alba, para tomar Juan Pablo II, con demasiado ímpetu y mi llanta trasera casi patina por la tierra suelta sobre el asfalto, seguí mi alocada carrera por este Boulevard sin reparar en los altos ni en los topes. Correr en la delgada motocicleta y exigirle a su pequeño motor me obligaba a pensar en el camino y me permitía olvidarme de todo en días como ese, sobre todo por ese camino, su larga pendiente con terrenos llenos de maleza a los lados y sin lugar de estacionamiento me hacía sentir que viajaba por carretera al menos antes de llegar a la zona de fraccionamientos.
Mientras me fui acercando a Residencial del Lago la presión de mi pecho iba aumentando hasta alcanzar su punto más alto justo frente a la entrada del mismo, en ese momento sentí como si mi corazón se detuviera y no entrará aire a mis pulmones, tuve una sensación de vacío en la boca del estomago; justo después volví a respirar tome una gran bocanada de aire y finalmente todo parecía normal en mi.
 Con la seguridad de que conocía ese camino de memoria cerré los ojos y aceleré; el zumbar del motor y el viento que acariciaba firmemente mi rostro a través de la abertura del casco me hicieron olvidarme de todo, como si el presente, pasado y futuro dejaron de importar. Nunca antes me había sentido así, nunca había dejado de pensar, ni estuve tan relajado: Nunca vi a mi padre con otra mujer, y a mi madre pasar las noches llorando en la cocina, no le di un puñetazo a mi padre, ni salí de casa entre gritos y botellazos. Nunca llegué a Aguascalientes, ni conocí a Susana, ni me mude con ella. Jamás se embarazó. Nunca fui un alcohólico. No comencé a trabajar de repartidor, ni me subí a la moto, nunca... vibró mi celular, y la presión regreso a mi pecho, ni mi cabeza volvió a doler, jamás abrí los ojos, ni ese bache destrozó la rueda delantera, nunca la moto me arrojo al suelo, el pavimento no rasgo mis ropas y mi piel, nunca la moto reboto en mi vientre, mis entrañas no se destrozaron. Nunca quede tendido en la cuneta, ni las plantas cubrieron mi cuerpo, y la sangre caliente no inundo mi abdomen ni lleno mis pulmones. Nunca el aire me faltó, mis ojos jamás se cerraron ni mi corazón se detuvo. Nunca alguien me lloró.
Y la calma volvió a mí,  la paz reinó, y la presión en mi pecho se fue de una vez por todas. Tal vez fue un presentimiento, o el alcohol, quizás fue el cigarro, o tal vez fue la trasnochada.

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