EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

viernes, 30 de marzo de 2012

Carpintero, león y rosa


Itzel Ortiz



La mujer con el vestido azul siempre llegaba a la misma hora al restaurante de la esquina. Era abril, el peor mes para sufrir por amor, pero los manteles con olor a cloro y suavizante ya desplegaban rocío a los transeúntes afortunados de la calle paralela. No había una mejor vista para un hombre que vuelve a la ciudad donde comenzó su viaje es, para todos, un obsequio subversivo. Se vuelve al lugar de partida sólo en dos ocasiones: cuando la misión de viaje fue cumplida y cuando, tristemente, no. El marinero que llega después de haber salvado pueblos en hambruna y que ve cumplida su misión se atreverá a acercarse a la mujer del vestido azul, pedirle la hora, preguntar por el clima o cualquier otro incidental que pueda fraguar una conversación, un encuentro, un momento tan buscado por el marinero como lo fue su buen regreso. La mujer del vestido azul lo invitará a sentarse y conversarán mientras se consume la tarde. Los canarios, las margaritas, carpintero, león y rosa. Tenemos tantas cosas en común. Nos reímos de todo, cuando habla y me dice ‘Usted...’ me parece tan caballeroso y noble. Nos jactamos de poder engañar al destino y lo hacemos bailando, acompasados, nos burlamos de que uno y uno es dos. Los dos van juntos a la casa, y dentro de ella sucede algo. Una luz nace y los dos están ahí, sin ver más que sombras, sonriendo al color negro de sus labios que se encuentran, quizás, más allá de todo pronóstico de fatalidad.
Pero como este es un mundo de posibilidades, también está el lado oculto de la moneda.
El marinero que falló ahora es cobarde; vuelve a su hogar a ver qué quedó; quién lo espera. Es tanta su vergüenza que, al entrar al restaurante, decide no mirar a la hermosa mujer del vestido azul. Se sienta en la barra y pide una cerveza, luego dos, después tres. La mujer del vestido azul le pide la hora y él ni siquiera voltea, ella ladea la cabeza, esperando una señal con sus ojos color calabaza, el hombre dice siete quince.
Ella toma su sombrilla rosa y se marcha a paso lento entre la lluvia crepuscular. Ella, al llegar a su casa enciende una vela, después otra, luego otra y descubre que en su vida nunca se había sentido tan sola, tan tristemente así.
La mujer del vestido azul tiene también dos caras de la moneda.
Resulta que encontró, después de un desayuno francés y unos cuantos suéteres ordenados en la cama, una carta que no había visto en bastante tiempo. Era de cuando tenía los sueños en alto, como espirales de humo que se formaban sobre su cabeza. La carta de solicitud de enfermería en Birmania, sellada por las distintas instituciones, aceptándola para misiones samaritanas en algún pueblo desconocido; era justo lo que buscaba, lo que más quería. Desaparecer del mundo de suburbios y hacer algo más provechoso que morir.
Tenía que irse ese mismo día, para alcanzar a conocer Birmania un poco, antes de enrolarse en la misión que la llevaría a ser alguien nuevo. Durante mucho tiempo hizo lo mismo, esperar a la misma hora en el mismo restaurante: los que atendían el lugar murmuraban como rumor de riachuelos que la chica estaba loca, viuda o esperanzadamente sola.
Podía ponerse sus jeans y suéter, azules por supuesto, y salir en el tren de medianoche. Antes de irse, pasear por los lugares que le eran tan amados, tan familiares era su última función por ahí, los miraba de reojo, como por encima del hombro, porque nadie ve fijamente lo que ha de abandonar.
El marinero, las casualidades, carpinteros leones y rosas, tantas cosas que se perderían en el túnel de lo velado.
Decidió ponerse su vestido azul y no cambiar de vida. Ir a la misma hora al restaurante de la esquina, a esperar cualquier cosa que lentamente la destruya. El destino de las estatuas es quedarse cuando todo a su alrededor se mueve. La sirena que esperó al marinero quedó hecha roca, la roca es polvo al fin –polvo enamorado- y sus ansias se volvían esferas infinitas que giraban ante sus ojos, rodando como un ángel caído por sus mejillas. Pero entonces el marinero llegó, triunfante, con olor a mar, a victoria, con el garbo que sólo se puede conseguir después de una concesión de honor, virtudes le salían de los poros; un brillo especialmente dorado cubría su piel. El olor a violetas y durazno de la mujer del vestido azul fue tan impactante para el marinero como un bosque que surge de entre el mar, el mismo olor de la montaña donde Poseidón amó a Atenea, como dioses, inconcebiblemente inmortales. Y es que no había sentido el olor de una mujer en mucho tiempo. Ella era especial; una flamante pelirroja con vestido azul rey -Rey de Espadas- y zapatos rojos. Decidió acercarse a ella y decidió conversar un poco sobre lo que le interesaba a esa chica. Aparte de bella era inteligente: carpintero león y rosa. Una noticia le llegó del ejército de la Marina durante su charla en el restaurante. El suplente del marinero en la guerra contra la hambruna no se presentó esa tarde para confirmar su relevo; quizás no era tiempo de volver después de todo, leyó la notificación en silencio y no quiso alterar el tono tan armonioso que previamente tenía la conversación. La mujer del vestido azul le dijo que podían seguir charlando en su casa, sin afectar su voz ni sus movimientos, el marinero aceptó. Y caminamos durante largo tiempo, charlando, entre cambios de calle y semáforos mirábamos nuestros cuerpos, tan fascinantes y diferentes al propio; las calles embaldosadas de cielo en fragmentos, las gotas eran saladas, como si también regresaran del mar a la tierra. Conversaron largo rato en la sala, aunque estaban en abril por las noches hacía frío, sólo un poco, lo suficiente como para poner en la chimenea el pretexto para distraerse. Hablaron de sus familias, de las hazañas del marinero durante su noble contienda. La mujer del vestido azul se sintió un poco culpable, pero hasta ese momento, pensó, valió la pena. El marinero le pidió con grandes disculpas que le prestara el baño, en realidad era para leer la carta más detenidamente. Ella le dijo que estaba arriba, dentro de la habitación principal, un apagón los había dejado con la luz de la chimenea y unas cuantas velas, con una vela lo guió hasta el baño, pero antes de que se decidiera a entrar y aún antes de que ella bajara las escaleras de nuevo un arrebato los llevó a besarse en la oscuridad. La vela cayó y se apagó con un sonido de ahogo. No supieron cuánto duró ese instante, ella pensaba ‘Detente, instante; eres tan bello’ pero de pronto un pie desnudo aplastó fuertemente un papel que yacía en la cama, extendido en su totalidad. Él pidió una disculpa y ella no prestó atención, cuando, sin darse cuenta, el marinero veía sorprendido a la mujer que no tenía puesto su vestido azul.
La mañana siguiente despertaron muy temprano, el sol aún no salía. El marinero tenía que irse de inmediato, pues según nuevas noticias debía regresar cuanto antes a la guerra contra la hambruna. La mujer del vestido azul se calzó sandalias y lo acompañó a la puerta, todavía sin comprender lo que había sucedido y porqué el corazón le pesaba tanto, como plomo. La chimenea humeaba todavía con un suave olor a humedad y a concreto. Le preguntó a dónde vas, con un nudo en la garganta y con su corazón cien años más viejo. Él respondió: ‘A Birmania’.

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