Traducción: Ilse Díaz
Mujer, posa sobre mi frente tus manos balsámicas, tus manos dulces
más que el pelaje.
Allá en lo alto las palmas se mecen y murmuran apenas en la brisa nocturna.
Ni siquiera se oye la canción de cuna.
Que nos arrulle el rítmico silencio.
Escuchemos su canto, escuchemos latir nuestra sangre oscura, escuchemos
el pulso profundo del África entre la bruma de las aldeas perdidas.
He aquí que se acuesta la luna cansada en la lisa cama del mar.
He aquí que las carcajadas duermen, que los cuenta cuentos
cabecean como un niño en la espalda de su madre.
He aquí que los pies de los danzantes se vuelven pesados,
que pesan las lenguas de los que cantan.
Es la hora de las estrellas, de la noche que sueña
y se asoma a aquella colina de nubes, enrollada en su larga túnica láctea.
Los techos de las chozas brillan tiernamente. ¿Qué dicen, así de íntimos,
a las estrellas?
Abajo, el fuego del hogar se extiende en medio de olores agrios y dulces.
Mujer, prende la lámpara de aceite y que alrededor de ella se reúnan
los ancestros y los padres, mientras los niños duermen.
Escuchemos la voz de los ancianos de Elissa[1], exiliados, como nosotros:
no han querido morir, que se pierda en la arena su torrente
seminal.
Que los escuche, junto al fuego que visitan los reflejos de almas propicias,
mientras mi cabeza se apoya en tu regazo, tibio como un dang[2] humeante.
Que respire el olor de nuestros Muertos, que recoja y repita su voz
viva, que yo aprenda
a vivir antes de descender, más allá de la hondura, hasta las altas profundidades
del sueño.
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