EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

viernes, 30 de marzo de 2012

Suspiros de azucena

Laura Trujillo Murillo 

-¿El sacristán?
-No.
-¿El diácono?
-¡Qué no!
-¿El padre Roberto?
-¡Ay no Estela, no!
            Se te cae el plato al suelo y se hace pedazos. Ahora sí se pasó, sabes que siempre es igual de insidiosa, que siempre es ella la de los chismes, pero ésta vez no quieres decirle la verdad; no porque te asuste que digan que haz sido tú la que corrió el rumor, sino porque la escena no te queda muy clara todavía.
            Estabas concentrada en morderte las uñas, cuando diste vuelta en la esquina, ibas a casa de Doña Rebeca, a darle su barrida de los martes, cuando viste esas dos sombras forcejeando en el marco de la puerta del Dispensario; por un momento te atreviste a pensar que era el diácono –como bien sospecha Estela– pero luego de fijarte bien, se te hizo conocido el porte; a la primera sombra la hubieras identificado en cualquier sitio, era Rosa, la hija del boticario, que furiosa salió por el otro lado de la calle; la segunda sombra era la que te hacía santiguarte cada media hora cuando te acordabas.
            Estela se iba a quedar ahora en la casa hasta que le dijeras la noticia completa, por eso es que nadie la invita a tomar café, porque de seguro será una conversación larga y molesta. Te inclinas para recoger los pedazos del plato, revisándolo te das cuenta que es uno de los de la vajilla de tu tía Diana, te muerdes el labio y reniegas por dentro, era una vajilla de porcelana fina traída de París cuando tus bisabuelos se fueron de luna de miel, ahora estará incompleta y ni cómo conseguir un plato parecido. Suspiras sabiendo que Estela te mira mientras se lleva a la boca el segundo bocado de pastel de elote que le invitaste por educación, el sol que entra por la ventana denota que es tarde y que si no te das prisa, Doña Rebeca se va a enojar por tu retraso.
-Estela tengo que ir con Doña Rebeca, hablamos luego.
-Pero, es que no me dijiste quién era.
-Ni te lo voy a decir.
-¡Ah no! A mi los chismes completos Azucena.
-¡Cuáles chismes completos!... yo no soy una argüendera como tú, si te conté fue no más porque me viste rara y me sonsacaste las cosas… haz el favor de irte que luego hablamos.
-Pero Azucena…
-¡Pero nada!… anda que tengo prisa… llévate el pedazo de pastel, te lo acabas en tu casa, como te acabas a María la de la tienda.
-¡Azucena!
-¡Tengo prisa Estela!… ¡Tengo prisa!
            Sí, le cerraste la puerta en la nariz con toda la mala educación que tus hermanos aluden a tu padre, pero no te importa, tienes cosas más importantes qué hacer; tomas el libro de oraciones, el rosario de mamá y la bolsita con las velas, el huevo, el aceite y las ramitas de huizache. Corres a la puerta cierras como siempre, simulando que haz puesto el seguro, porque como papá decía: No hay casa más segura que la que se queda abierta, con todas las trazas de estar cerrada. Llegando a la esquina de la botica, alcanzas a ver a Rosa, que pesa en la báscula lo que parece ser harina, te mira sonriendo y hasta levanta la mano para saludarte, se te hace imposible que tenga tu misma edad, con esos senos cuatro copas más grandes que los tuyos y esa forma de besar.
Levantas la mano para saludarle, le dedicas una cándida sonrisa y echas a andar con más fuerza todavía, es una fortuna que no se te escaparan los nombres de las dos sombras, porque seguramente Estela ya los habría difundido y Rosa lejos de saludarte, te estaría partiendo el hocico.
            Miras el reloj del campanario, vas con dos minutos de retraso, aprietas el paso decididamente y te cruzas en el camino de don Ramiro el lechero, que anda en su carreta todavía acabando de repartir los quesos; cuando te pregunta si vas a querer cuajada, le dices que sí, que pase a dejarla mañana y le pagas el domingo. Chuchito, el pequeño de Don Alejandro el herrero, sale de la casa de Patricia, llevando en las manos un piecito de ruda, porque seguramente su mamá la ocupa para algún tecito especial. Como si de una maldición se tratara, al pasar frente a la Primaria te llevas el dedo a la boca y empiezas a morderte la uña, te pones rígida y aceleras el paso; siempre es lo mismo, no puedes quitarte el pánico cuando ves la ventana de la Dirección, cuando ves esas cortinas, esos vidrios, esa luz...
            Das vuelta en la esquina, pensando que definitivamente no vas a llegar a tiempo y que Doña Rebeca se va a enojar de más; el sonido de tus pasos es hueco, insistente, estiras la pierna para saltar el hoyo que hay en el cemento frente a la bodega de la iglesia, cuando unas manos te prensan por la cintura y te atraen contra la puerta del Dispensario. Son unas manos delgadas, suaves, tibias, que te envuelven con unos roses sigilosos y absorbentes, oyes la respiración agitada y cuando te vuelve hacia sí, ves sus ojos negros de largas y onduladas pestañas, caes en la cuenta de que sí es quién pensabas y casi sonríes triunfal al confirmarlo; te presiona contra el muro, llevando sus manos por tu cintura hacia arriba, hacia tus senos, con una suavidad desesperante; no sabes si sentir miedo o gozo, porque a tus 20 años, nunca nadie te ha tocado así.
Sientes el candor de su cuerpo, el rose de sus manos y sus labios sobre tu cuello, se te eriza la piel al punto que tienes la apariencia de una gallina desplumada, sonríe, sonríe anhelante; te aborda más la excitación cuando sientes su pecho pegado al tuyo y se te nubla la vista cuando muerde el lóbulo de tu oreja, se te va el aire y sueltas la bolsa de tus instrumentos de trabajo. No sabes por qué, pero levantas las manos que permanecían pegadas al muro, crispadas, y buscas sujetarle la cabeza, cuando lo logras reacciona con temor e intenta alejarse, pero le besas, le muerdes los labios sorpresiva y sientes que se estremece irresistiblemente.
-¿Qué pasa ahí?
            Se han quedado esperando, se miran sin saber qué hacer, te dan ganas de tomarle la mano para que no se asuste y calmar las cosas, darse su tiempo para pensar lo que pasa, pero sus ojos se han puesto a temblar nerviosos y no se detienen a mirarte como quisieras.
            -¡¿Qué pasa?!
            Esta vez se ha sacudido de pies a cabeza, presurosamente toma la manija de la puerta y la abre con tropiezos; sin saber por qué, llevas tu mano a la suya en el pomo de la puerta y la sujetas antes de que entre, se vuelve; no puedes decir nada, la garganta no te da para nada y apenas atinas a suspirar. Desorbita los ojos, el suspiro le ha causado algo que no puedes entender, casi piensas que se pondrá a llorar, porque sus ojos se ponen vidriosos. Tragas saliva y oyes los pasos que vienen, le sueltas y de un paso se mete en el Dispensario, para cerrar luego con tanta suavidad, que nadie ha escuchado el ruido.
            -Azucena…
            Miras los ojos del sujeto ante ti, es Gonzalo el hijo de Doña Rebeca, que seguramente ha salido a buscarte por orden de su madre; te mira sorprendido, no es para menos, llevas la blusa levantada a media panza, el cabello revuelto y los ojos desorbitados, mientras sigues suspirando, porque no puedes gemir o hacer otra cosa. Se acerca presuroso.
            -¿Estás bien?
            Asientes con lentitud, mientras sales del marco de la puerta, te parece mentira que hayan pasado tantas cosas en tan poco tiempo, Gonzalo te toma con cuidado y te lleva a su casa sin decir nada; te sienta en la sala y te da un vaso con agua, tú todavía no puedes dejar de pensar en lo ocurrido, en que de verdad hayas tenido razón al pensar que esa persona era la que había agredido a Rosa, ahora el problema es que tú eras la nueva víctima. O victimaria.
            Te repones con facilidad cuando logras suspirar un par de veces más, atiendes como debes a Doña Rebeca y cuando Gonzalo te pregunta por lo que ha pasado frente al Dispensario, te limitas a decir que sufriste un mareo, él te mira renuente, no te cree ni media palabra y tiene razón en hacerlo, tú tampoco te crees. Al fin admites que puede haber sido un ataque, uno de esos que le daban a tu hermano Javier; Gonzalo, conocedor de esa situación, se pone lívido y te abraza con fuerza, no sabes qué decirle, porque su abrazo es tan frío que borra el rastro de lo ocurrido minutos antes y ahora sí te da pánico. Te pide que te cuides y te acompaña hasta la Primaria, ahí te vuelve a abrazar y contienes la respiración para que su aroma no reemplace al otro, pero no lo logras, se te está esfumando el perfume de encierro, de silencio y seriedad; sigues sola rumbo a casa, con la mirada clavada en el suelo, al pasar frente a la iglesia, el campanario te saca de tus pensamientos revueltos, al volverte a la puerta, alcanzas a ver tres figuras, el padre Roberto, el diácono Juan y la hermana Gabriela.
            El primero es un hombre de unos cincuenta y tantos, rígido y serio como no haz visto otro, con unos ojos azules acabados por la lectura y la reflexión de la palabra de Dios; el segundo es un joven risueño y jactancioso, de cabellos ralos y despeinados, más enfocado en buscar buenas amistades que en salvar almas. Pero la hermana Gabriela es ahora quien se gana tu atención total, una mujer hermosa de unos 26 años, piel blanca, rostro dulce, mejillas sonrojadas por un acaloramiento que de pronto no comprendes, sus ojos negros de pestañas rizadas perfectas se han vuelto hacia ti en un fugaz momento. Sus miradas chocan, tus ojos la escrutan, los suyos tiemblan, parece estar esperando algo, quizá que corras o que grites, tú te limitas a suspirar.
            Sigues tu camino sintiendo su mirada, llegas a casa luego de unos pasos, abres la puerta con cuidado, al cerrar aún distingues su figura en el pórtico de la iglesia, con su hábito y sus manos entrelazadas sobre el regazo; te atreves entonces a levantar un poco la mano, mover los dedos en un gesto que podría pasar por un saludo, ella asiente dulcemente, con una sonrisa suave y casi inexistente. Tal vez la haz imaginado.
            Cierras sin poner seguro alguno, vas a la cocina con la idea de preparar café, va a ser una larga noche, sobre todo considerando que no eres precisamente creyente; te sientas a mirar por la ventana mientras tejes una servilletita con aguja de gancho para una mesa. Al caer la noche, oyes pasos en el zaguán, sonríes, la puerta tenía todas las trazas de estar cerrada.

Febrero 2010

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