EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 10 de abril de 2012

El abuelo Jesús


Mariana Villanueva Rosales
[Aguascalientes, 1987]


Un día el abuelo decidió no hablar, tenía treinta y tres años a sus noventa, al menos eso decía él. El abuelo era un cambiador constante de oficio, el último y más perpetuo fue el de ser contemplador. Por las mañanas soplaba meditabundo el puño de alpiste destinado al canario de jaula blanca, luego, como manda Dios, se deleitaba con unos tacos de frijolitos y atole blanco; el abuelo ya no tenía dentadura, comía despacio con un “arriba y abajo” de mandíbulas, terminaba agradeciendo los alimentos, disponiendo la caminata al jardín, paso a paso, paso a paso. Para medio día el abuelo ya había llegado al jardín, el itinerario dictaba que era momento de tostar la piel al sol, una, cuatro o seis horas. Era muy disciplinado en su oficio, contemplaba la gente pasar, supervisaba el crecimiento de las plantas del jardín, medía el tiempo que tardaba en llegar una nube, otras veces, lo sorprendía tan sólo respirando con los ojos cerrados, táctica de meditación conocida entre los grandes. Después de una larga jornada, el abuelo rezaba, balbuceaba oraciones que yo jamás había escuchado, siempre en respuesta de la abuela. Caída la noche, el abuelo subía las escaleras, escalón a escalón, escalón a escalón.
Años atrás, cuando el abuelo era más enérgico, disfrutaba las danzas de hombres con penacho, yo era apenas una niña, los tambores resonaban en mi pecho aterrorizándome, para mí eran bestias salvajes y poseídas, pájaros cuyos pies y manos albergaban semillas de voz. Mi abuelo, sereno.
Llegado el Día de Muertos el abuelo llevaba a cabo otro de sus oficios, hacía las mejores piezas de pan, podía encontrarlo en la cocina sentado, moldeando con sus manos anchas y prietas la masa pálida; del abuelo sólo se desprendían suspiros exhaustos, y como buen alquimista, transmutaba la materia en pan. Concebía manjares de ingredientes insulsos.
El abuelo fue abandonado por el lenguaje, tirado a su suerte. Aunque yo más bien creo que fue una elección. Su lenguaje se convirtió en movimientos oculares y parpadeos. El abuelo ya no acudía a su banca de sol, ni alimentaba al pajarillo amarillo, ni horneaba panes. Ahora sólo consumía papillas, cerraba los ojos la mayor parte del día, en ocasiones se le escapaban sonidos espectrales cuando las llagas rozaban las sábanas, cuando se le desdoblaban sus entumidas piernas. El abuelo poco a poco estaba dejando de ser mi abuelo, cada día le pertenecía más a la tierra, que a mí.
Una madrugada exhaló, no hubo más. Quise llorarle en silencio, como él había permanecido sus últimos años, le llevé alcatraces de su jardín, y en un impulso quise convertirme en un monstruo emplumado y danzar en su honor. No sucedió. Los días le siguieron, aún está su banca de madera podrida en el jardín y algunas tardes yo también quiero ser silencio como mi abuelo y sólo estar, estando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario