EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 10 de abril de 2012

Por lo mucho que le temo a la luz artificial


Angélica Martínez Coronel
(Aguascalientes, 1991)

Para Adán Brand,
quien, alguna vez,
me sugirió más luz


No pocas veces, a costa de mi idiolecto, se me ha tildado de soberbia; aunado a ello, también soy sujeto de distintas admoniciones que empiezan con cosas parecidas al “deja de hablar domingueramente”. Las miradas de muchos de mis contertulios, luego de que abro la boca y suelto mis “domingueras”[1] (reiteración), fácilmente me responden con un “no entendí ni madres” ya sea psíquico, físico o psicofísico.
Hay varios problemas en esta situación, el encierro me ha permitido notar algunos, por ejemplo, el hecho de que perdí el gusto por hablar como a mí me parece que es lo correcto y, bueno, si ello implica ser un diccionario de la Real Academia Española en su forma animalesca y bípeda, ¡qué más daba!
Me resolví en silencio y luego fui yo quien no comprendía las razones por las que continuaban pidiendo mi voz (que tantos malentendidos y conceptos ambiguos había causado), incluso, desesperados, hasta fingieron mutismo un día que fue necesaria la lectura en voz alta de un cuento [que visualmente prometía ser corto pero que mi garganta y mi boca seca delataron perentoriamente como demasiado extenso y, peor, ripioso]. Luego de eso, con mayor razón dejé de hablar porque mi voz no entiende provocaciones, pero sí burlas y sarcasmos. Comencé a escuchar más y me di cuenta de que cada individuo, muy a su manera, se muestra proclive a querer encontrar coincidencias en el otro[2]; pero después de la alegría de identificar ápices de concordancias, está la desazón de hallar desacuerdos. ¡Paf!, surge el  eclecticismo o, más bien, termina de gestarse para, poco después, convertirse en la médula de la intemperante  búsqueda posmoderna de un pragmatismo que, en todo, intenta la utilidad fractal [las reproducciones de lo mismo en distintas, pero exactas, escalas, manteniendo la mismísima imagen, a veces chica, a veces microscópica pero de las mismas características y conservando los mismos postulados], instantánea y corta. El por qué de ésto está en que siempre recibimos información de la cual discriminamos todos aquellos elementos que no nos parecen adecuados porque, a nuestro juicio, son imperfectos, insuficientes, insustanciales y todos los in- y los im- que sigan para después colectar un polvo de datos que es tamizado según la voluntad individual. Tomamos de aquí, de allá, del Cielo, del Infierno, de ti, de él, de ella, de ellos, etc. Si nos conviene bueno, si no, da igual y ya tenemos una ideología Frankenstein compuesta de pedacitos de cadáveres psíquicos.
En fin, retorno a otro ejemplo de problema que he notado. Luego que decidí tomar de-ter-mi-nan-te-men-te mi voto de silencio, elegí escribir; pensé que así no podrían reclamarme por cómo escribo pues, al fin y al cabo, si alguien (o algo) escribe, no necesariamente necesita de un lector y, mucho menos, de un intérprete; escribir es una catarsis. Escribía con la misma repetición de  veces que se me había ido vetando la voz –o sea, muchísimo-, y gran cosa, de repente tuve un lector y [enorme, enormísima cosa] después varios. Ahora, eso de “lector”, como concepto, se me había antojado dibujarlo a guisa de hidra puesto que cuando yo escribía algo malo, cortaba un lector, pero incomprensiblemente, aparecían dos o tres más y, gigante cosa, tuve varios aduladores; bien sabemos todos que ellos funcionan como placebo, le endulzan el ánimo a uno hasta que éste (el ánimo) llega al paroxismo de la altanería y sólo ellos (los aduladores) saben de su engaño y de la dependencia y falsa seguridad que agregaron a nuestros padecimientos además de los propios de un autor. Monstruosa cosa, conseguí un editor porque los lectores querían leer un libro mío y no sólo cuentos esporádicos. Sin embargo, al mismo tiempo que ésto sucedía, recibí un mensaje, o mejor dicho, muchos mensajes en los que se me pedía que escribiera:
“[…] para que todos entendamos […]”
“[…] sin ser tan oscura […]”
“[…] sin barroquismos […]”
“[…]sin barroqueísmos […]”
Así la situación, llegué al punto del sucedáneo comportamiento discover the sin, o lo que es lo mismo, dar a conocer que yo -consciente del daño que implica crear otro best seller que devele el pecado mercadológico de producir para dar pábulo al consumo de crecimiento exponencial sempiterno-  ahora sólo escribiría lo que quiere leerse después de haber conocido casi todos los deseos del público; ansioso de escuchar clichés estadounidenses.  Estaba, además, en un incipiente comunismo mental cuando inicié a escribir de la forma y del fondo “para que todos entendamos”. Discover the sin en realidad es un símbolo , asunto de algo que pudiera explicarse a través de semiótica para dummies; sin es el significante inglés para “pecado” así que , luego de todas mis libaciones en el estadio del mutismo, concluí que hubo varios hombres en cierta época denominada, para fines histórico-artísticos, barroco que no querían ese comunismo mental y pecaban de ocultos porque pensaban , como yo, que el que quisiera entender cualquier cosa lo haría a pesar de todo, o sea que “el que tenga oídos que escuche”. La erudición y la sabiduría, así como todo tesoro, implican una búsqueda y un trabajo extenuantes; así pues, los barrocos, en sus primeros momentos con título de exagerados[3]o de sujetos que se alimentaban del regodeo y el rebuscamiento de sus  actos, decidieron mostrar al público un estilo de vida que es creador de los, aparentemente intrincados, juegos artísticos sólo para justificar su desliz de inextricables y, al mismo tiempo, para revelar una epifanía. Buscaban al ser humano criptógamo que hay en cada uno de nosotros, a ese ser capaz de razonar para conocer una verdad, al mortal que deja de pedir perogrulladas, a aquel para quien la oscuridad es una dinamo y no un muro de contención.
He resuelto continuar así como soy[4] sin importar que me llamen barroca, de hecho me da gusto cuando lo hacen porque tengo mis hipótesis que exponen dos causas del génesis del barroco:
1)            es necesario complicar el código del mensaje porque así éste no cae en manos perversas –además de equivocadas-;
2)            la verdad  sólo pertenece a quien trabaja por ella y no al que espera que alguien más lo haga por él[5]: el trabajador debe entender que no hay por qué darle perlas a los indolentes.
Los barrocos comprendieron a la perfección que es menester salir a la palestra para pelear por las cosas útiles y complejas de la vida, dado que nadie las regala. Para quien regala la verdad es muy válido un vituperio semejante al que la tradición bíblica ha descargado sobre la serpiente que tentó al primer hombre sobre la Tierra.
La luz no siempre es buena, antes es demasiado reveladora, avante la oscuridad ¡avante!
Mientras pueda, hablaré desde el escritorio, callando, oscureciendo hasta la hondura del miocardio celeste.


[1] Otra vez, de nuevo…
[2] Todos tenemos tanto en común… Aunque de todas formas, el espejo no está demás y si también habla, hay dos al precio de uno, el que se ve y el que ve y además opina.
[3] Y exagerados en hipérbole que es peor.
[4] Sin afán de darle en la madre a alguien
[5] O “[…] por ÉL[…]”

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