EL POEMA AL QUE LE DEBEMOS EL NOMBRE DE LA REVISTA:


"Si pudiera lo haría: me rociaba
de pirocromos y canela,
y vivo me
quemaba;
ah,
pero que tu pecho
fuera mi plaza pública.

Imagina: escalarte
nardo a nardo con ardor hasta los ojos,
e inaugurar el día
desde allí…

---Me sueño
este charco de sol
que se pone de pie para cantarte".

-Si pudiera lo haría, de Desiderio Macías Silva

martes, 21 de diciembre de 2010

León

Alberto Chimal

—Pues, la verdad, señor Kustos…
         —Horacio.
         —Horacio, gracias. La verdad es que…, bueno, me va a costar muchísimo explicarle…
         —Entiendo.
         El hombre sonrió.
         —Y yo entiendo lo que usted me está tratando de decir con eso, pero… Es que de verdad es muy difícil. Si pudiera, vaya, no explicárselo con palabras…
         Se quedó en silencio.
         Horacio Kustos hizo un gesto vago que significaba “siga adelante”. Sin embargo, o así le pareció a Kustos, el hombre entendió alguna otra cosa, porque dijo:
—Es que yo no usaba palabras, y ahora, como podrá imaginarse, me cuesta…, no, no, es más, me es imposible…
         —Le entiendo —dijo Kustos para animarlo—. Es decir… Vaya, ¿por qué no comienza…, vaya…, por qué no empieza desde el principio?
         El hombre suspiró y sacudió la cabeza.
         —Ay, señor Kustos…, el principio… ¿Qué le digo? Yo vivía en África. No sé exactamente dónde porque los nombres, vamos…
         —No los conocía entonces.
         —No, ninguno, nada. Ahora he visto fotos y era un lugar…, era sabana, pues, pero no se puede saber…
         —… exactamente dónde —completó Kustos—. No, no por supuesto, hay sabana en muchos lugares.
         —Eso. Para el caso ni siquiera sé cuándo fue esto.
         —¿Y cómo era la…? —Kustos movió las manos— ¿Cómo era el…? —volvió a moverlas, luego se quedó inmóvil, y al fin se dio por vencido: —¿Cómo era? —preguntó.
         El hombre, muy hirsuto pero también de muy baja estatura y grandes incisivos de conejo, le sonrió. Tomó un sorbo de su café, dejó la taza sobre el plato y luego miró hacia arriba.
         —No me aburría nunca. No sabía qué era. Aburrirse. Me quedaba tendido, es decir, la mayor parte del tiempo, salvo cuando era hora de comer o tenía sed o había alguien a quien echar. Del territorio. Sí sabe, ¿no?, la idea es que los tres…, los dos o tres machos de una manada… Suena horrible decirlo así, ¿no? ¿No cree?
         —¿Le suena horrible?
         Entonces el hombre se cubrió la cara con ambas manos. Tardó mucho en descubrirse.
         —¿Alguna vez se ha encontrado con una persona que no lo haya visto por mucho tiempo, y que se queda muy impresionada con todo lo que usted ha cambiado, con lo que ha subido de peso o con cómo se le ha caído el pelo? —Kustos abrió la boca pero no pudo decir nada— A mí me pasa eso conmigo mismo. Y peor. No me reconozco, no me entiendo. Recuerdo… la sensación de levantarme del suelo. De no sentir nada en el vientre. Y luego de avanzar a cuatro patas. Ahora sueño que soy… hombre… y que voy así, que camino así, y me levanto y me pongo en el piso y no puedo, los brazos no son patas… ¿Me está entendiendo? Recuerdo también el olor del agua a medio estancar, de la carne ensangrentada, o de las… las hembras…, o de los machos. Es distinto. Yo era de los que echaban a los machos errantes, los que no tenían manada por viejos o por débiles. Los atacaba y los vencía. No es que los odiara, porque no odiaba a nadie. Tampoco quería a nadie. Me echaba encima de las leonas y era muy… Era muy fuerte. Yo. Y… Era otra cosa, ¿me entiende? Pasaba entre todos para llegar hasta el animal muerto y metía el hocico entre las costillas abiertas y me llenaba todo de sangre mientras arrancaba los pedazos y era maravilloso…, lo que se sentía… Pero es que la palabra “maravilloso” no va. No va ninguna. No le puedo poner a nada de eso…, es decir, a lo que hacíamos…, es decir nosotros, allá…, no le puedo poner las palabras que usamos…, es decir…
         —Que usamos nosotros —dijo Kustos—. Yo, usted, vaya, usted ahora
         —Si yo lo viví y ahora ya no lo puedo imaginar, Horacio, imagínese usted. Yo creo que sí pensaba pero ya no le puedo decir cómo. Olía, escuchaba, sentía, me movía, recordaba, sabía quién era quién, prefería a unos por encima de otros… Me acuerdo de cómo se hacía mi pecho, cómo se estremecía, cómo sonaba… Y un día nada más oí como una especie de trueno; me levanté y no vi nada salvo dos hembras que iban corriendo a unos arbustos; les olí rabia y miedo, y luego olí otra cosa que no sabía qué era entonces pero ahora sé que era pólvora…, y de pronto se me apareció un hombre. Ahí, parado enfrente de mí. Al principio, siempre me daba la impresión de que eran seres muy grandes cuando los veía de frente, porque me parecía que detrás del cuerpo que podía verles tendrían el resto, pero con el tiempo había aprendido a reconocerlos por el olor y a saber que detrás del tronco… no tenían nada, ¿me entiende?, y que podía con ellos.
         Kustos le preguntó: —¿Y entonces?
         —Entonces me mató. Oí los disparos, los truenos, y me caí. Duele horrible. De pronto no se puede respirar y uno nada más mueve las patas un poquito, tiembla, y luego hay que esperar a que pase… Lo malo fue que tardó mucho.
         Los dos se quedaron en silencio, sorbiendo café y mirando alrededor. Hombres y mujeres, solos y en parejas, se paseaban por el parque cercano. Varios llevaban ropa deportiva y trotaban. Más lejos se escuchaba música: un grupo de jazz tocaba cerca de una vieja fuente.
         —Nunca había oído —empezó Kustos—… Se supone que eso de…, de la reencarnación… Se supone que la gente no recuerda.
         —Yo recordé de golpe cuando cumplí los veintitrés años. No me pregunte por qué. Primero pensé, claro, que me había vuelto loco, pero al menos no hice lo que siempre hacen en las películas, que se ponen a tratar a convencer a todos de que esto tan raro que les pasa efectivamente está pasando…
         —Sí, claro —se sonrió Kustos.
         —Y ya. Vivo, me voy a morir, y tengo estos recuerdos… Y soy un tipo cualquiera. Lo único es que los que fuimos…, qué horror, oiga nada más qué estoy diciendo… Los que fuimos Panthera leo
—¿Es el nombre…?
—Científico, sí. Nos reconocemos.
—¿Cómo?
—El otro día, en el aeropuerto, vi de lejos a un muchachito bastante gordo, pálido, con la cabeza rapada y la cara llena de piercings… Me acuerdo bien. Tengo la impresión de que era japonés, venía entre muchos otros y, bueno, yo no sé hablar japonés, pero… Bueno. Lo vi, le digo, y supe. Luego luego supe. No me pregunte cómo. Él era…
—Lo conocía.
—¡Habíamos tenido una camada juntos…! ¿Pero qué se le puede decir a alguien en semejante…? Nos vimos y nos reconocimos, él también, y nos fuimos corriendo, cada uno por su lado.
         Su mano, distraídamente, acarició la cabeza del perro que había estado junto a la mesa, obediente, durante toda la conversación. El animal movió la cola.

























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